lunes, 11 de febrero de 2013

Reviviendo historia


    Me desperté en nuestro cuarto, las dos camas formando una gran “ele”, un único escritorio, el radiocasete debajo de tu cama, un par de armarios. En el mío, con mi habitual desorden de entonces, encontré mis antiguos tesoros, mi primera Gameboy, aún no me la habían robado; un pequeño Flubber, que había conseguido en mi Happy Meal; el Yo-Yó, que me compré contigo después de que nuestro vecino se regodeara en su nuevo regalo; o los Kaos del Bollycao con los que me pasé jugando varios recreos seguidos.

    Al encontrarme allí, con 20 años menos, me pregunté qué sueño extraño era ese, pero entonces, te despertaste. La imagen tenía que ser curiosa, una niña de 10 años mirando fijamente el interior de su armario en mitad de la noche. Me mandaste a la cama, y seguiste durmiendo. Si hubiera sido unos años más tarde, en la época que empezamos a dormir separadas, te hubieras despertado con la facilidad de un pestañeo nada más levantarme de la cama, y por supuesto no te habrías podido dormir de nuevo.

    Pero lo curioso es que no estaba cansada, para mi yo seguía en un sueño, un sueño tan lúcido que decidí dar una vuelta por nuestra antigua casa. Recordar esos sucesos de mi infancia que ya no volverían, eventos que no se repetirían, que habían pasado cuando era otro ser el que vivía esa aventura, momentos que me hacían sentir diferente, anhelando, esperando y viviendo cada minuto como si fuera una de nuestras horas o días, bajando al jardín para jugar, correr, bañarme en la piscina durante horas, pasando miedo y angustias totalmente distintas a las de ahora, ¿o no era así?

    Era cierto, ya no me sentía identificada con esa niña de 10 años, con sus preocupaciones o formas de pensar, porque eso era la madurez. Pero ¿Y el miedo? El miedo es algo irracional, con el tiempo aprendemos a ignorarlo durante unos días, unas semanas, pero nos vuelve a pillar. El miedo no es algo que hagas bien o mal, pero puede confundirnos, engañarnos y paralizarnos. Rechazamos el miedo, pero este siempre vuelve, es algo perenne que lo único que hace es transformarse con las preocupaciones de ese instante.

    En esa época, siempre os tenía a ti y a los demás para ayudarme con esos miedos. Se sentía un miedo diferente, aunque fuera el mismo. Miedos que iban y venían con la velocidad que cambiaba de juego y con la lentitud que pasaban los meses.

    Toda la casa estaba en silencio, la puerta de papá y mamá cerrada, el pasillo a oscuras, un pequeño resplandor que venía del salón. No tuve dificultad para llegar hasta allí sin tropezar con nada, estaba todo más o menos como lo recordaba. Pero el salón se me antojaba un poco pequeño, tal vez por los pensamientos y sensaciones que había ido moldeando en mi cabeza a lo largo de estos años. Pero allí estaba todo, el teclado, el sofá  victoriano sobre el que me recostaba cuando alguno de nuestros hermanos estaba tocando, esas vitrinas de escayola llena de libros que mamá echo en falta cuando nos mudamos, o el sofá en el que tantas horas había pasado delante del televisor viendo los mil y un dibujos animados que ponían durante toda la mañana los fines de semana.


    Empezaba a amanecer. Hasta que el resto de la familia no se despertara no podría seguir paseándome por la casa empapándome de recuerdos, así que encendí la tele (esa que estuvo con nosotros más tiempo que nuestros últimos cinco televisores), me tumbé en el sofá y... Empezó a sonar mi móvil.